Evaluación

En los últimos años hemos empezado a acostumbrarnos a oír palabras como "rúbrica", "estándar" o "competencia". Sin embargo, todavía no estamos lo suficientemente aleccionados para emplearlas con total conocimiento de causa. Por eso, cometemos errores como dedicar horas y horas a planificar una actividad y luego no tomar registros completos (por falta de tiempo, por la frustración de no haber cumplido nuestras expectativas, etc.) o de elaborar rúbricas y actividades sin tener en consideración al alumnado.

Ya se ha hablado acerca de la necesidad de tener en cuenta las peculiaridades de cada actividad y cada grupo a la hora de establecer qué perseguimos con una actividad y cómo evaluarla. A pesar de que por internet es posible encontrar multitud de rúbricas prefabricadas, no es suficiente con esto, sino que, más bien, hace falta amoldarlas y modificarlas para hacerlas efectivas. Si, además, nuestro pensamiento es que el alumnado participe en el proceso evaluativo, es necesario que estas rúbricas sean cuanto más claras y sencillas, mejor.

Ahora bien, entonces llega la gran pregunta: ¿Qué es mejor, una rúbrica sencilla o una que abarque cuantos más aspectos mejor? ¿Qué efectos tiene sobre el alumnado desmenuzar al máximo los objetivos y criterios que perseguimos? ¿Qué aspectos deben ser evaluables y qué aspectos no? ¿Cómo encontramos el equilibrio entonces? En primer lugar, acotemos los términos necesarios para entender el proceso.

De estándares, criterios y terminología de evaluación

La Orden ECD/65/2015, de 21 de enero, por la que se describen las relaciones entre las competencias, los contenidos y los criterios de evaluación de la Educación Primaria, la Educación Secundaria Obligatoria y el Bachillerato establece que la finalidad de los criterios de evaluación es facilitar al docente la medición del nivel alcanzado por el alumnado en el desempeño de una competencia. En este contexto, las competencias se consideran comportamientos relacionados con los objetivos de etapa y de cada una de las materias y son regidos por los criterios de evaluación, que establecen el tipo y grado de aprendizaje que se espera haya alcanzado el alumnado en un momento determinado respecto a sus capacidades. Las competencias, por tanto, se expresan en términos de comportamientos que deben estar relacionados con los objetivos de las materias y de la etapa.

Ahora, por tanto, los criterios de evaluación aparecen vinculados a las competencias en lugar de a los objetivos, lo cual debería frenar la tendencia al doblete que antaño permitía evaluar contenidos, por un lado, y competencias, por otro.

El currículo andaluz se matiza en el Decreto 111/2016, de 14 de junio, por el que se establece la ordenación y el currículo de la Educación Secundaria obligatoria en la Comunidad Autónoma de Andalucía y el Decreto 110/2016, de 14 de junio, por el que se establece la ordenación y el currículo del Bachillerato en la Comunidad Autónoma de Andalucía junto a la Orden de 14 de julio de 2016, por la que se desarrolla el currículo correspondiente a la Educación Secundaria Obligatoria en la Comunidad Autónoma de Andalucía, se regulan determinados aspectos de la atención a la diversidad y se establece la ordenación de la evaluación del proceso de aprendizaje del alumnado y la Orden de 14 de julio de 2016, por la que se desarrolla el currículo correspondiente al Bachillerato en la Comunidad Autónoma de Andalucía, se regulan determinados aspectos de la atención a la diversidad y se establece la ordenación de la evaluación del proceso de aprendizaje del alumnado, señalan hasta qué punto puede contribuir cada una de las materias curriculares en relación con las competencias clave.

En estos documentos se establecen relaciones entre los criterios de evaluación y los estándares de aprendizaje evaluables (entendidos estos últimos como la especificación de los primeros) y las citadas competencias. Para simplificar el proceso, se espera que el profesorado establezca diversos niveles de desempeño o dominio de los estándares: alto, medio y bajo (dominada, adquirida, en progreso).

Enseñar a ser competentes y no competitivos

No se trata de un debate nuevo. Desde siempre, el ser humano siente la necesidad de mostrar su capacidad ante otros y desde la propia sociedad se fomenta la competición, no siempre desde un punto de vista sano. El docente, como guía, ha de plantear el proceso de enseñanza y aprendizaje como una vía para alcanzar el desarrollo personal de cada uno de los estudiantes a partir de la adquisición y la mejora de las competencias clave.

Ser competente consiste en saber, saber ser y saber hacer. Basta esta tricotomía para alcanzar el desarrollo pleno. Una persona competente es capaz de afrontar retos, exigir lo mejor de sí e integrarse en sociedad desde la tolerancia, el respeto y el espíritu de conjunto. La oralidad, precisamente, es una herramienta para desarrollar las habilidades necesarias para alcanzar estas metas.

El dilema viene ahora: ¿qué se fomenta desde la educación, la competencia o la competitividad? A menudo encontramos profesionales que comparan unos grupos con otros, señalando al que se encuentra en desventaja. No son pocos los padres o tutores que, siempre preocupados por sus hijos, instan a los docentes a preparar al alumnado para Selectividad, porque en otros centros hay más nivel... Parece claro que hay mayor saldo de competitividad que de competencia. Sin embargo, cuando un estudiante es competente es capaz de asumir roles, de educar en conjunto y de alcanzar sus metas y objetivos sin la necesidad de "vencer" a otros. Su victoria radica en su propio ser y no hay mayor premio que la satisfacción personal.

Muchos estudiantes se sienten cohibidos en el aula y por eso tratan de pasar desapercibidos. Desde la oralidad, progresivamente, podemos dar rienda suelta a su potencial, acompañándolo en el proceso por medio de pautas, integración y desde el trabajo en grupo. Es importante desarrollar la expresión y comprensión oral, ya que es una de las puertas que abren su perspectiva de futuro y su desarrollo integral.

Hacia el aprendizaje pautado

La aparición de las webquest puso de moda el concepto de rúbrica en educación, mas no se trata del único punto de apoyo para orientar al alumnado y facilitar la evaluación. Domènech (2013) considera cuatro andamios didácticos, que permiten pautar el aprendizaje con los alumnos y que podemos adecuar a la oralidad:

  • Modelos. Sirven para que el estudiante tenga una guía en la que basarse. Exposiciones orales, debates, explicaciones, etc. que el propio alumnado vaya elaborando ayuda a compañeros de cursos posteriores a conocer qué se persigue, especialmente si los objetivos son pautados con ellos. Incluso es posible comentar los vídeos antes de realizar los propios.
  • Plantillas. Son materiales que sirven de guía para el alumnado. Por ejemplo, pueden incluir estrategias para moverse en público, aspectos del paralenguaje que deben tenerse en cuenta o expresiones que hay que evitar frente a aquellas que sirven para introducir, desarrollar o cerrar el discurso.
  • Bases de orientación. Habitualmente una guía de pasos que hay que seguir. Puede tener la forma de checklist, y es posible generarla entre todos.
  • Rúbricas. Para garantizar su validez, han de pautarse con el alumnado. Hay que evitar caer en el automatismo, pero también en rúbricas demasiado extensas o poco claras para el alumnado. Lo mejor es plantear unos ítems básicos e ir construyendo a partir de ellos junto al alumnado. Merece más la pena dedicar una sesión a elaborar una rúbrica a darlas por sentado. Además, el mero hecho de hacerlo ya favorece la intervención oral y la reflexión conjunta.

La construcción y el uso de rúbricas

Aunque el diseño de la evaluación es siempre un proceso complejo, como se ha visto hasta el momento nuestro propósito es que sea práctico y manejable.

Idealmente, una rúbrica debe organizarse en torno a tres elementos: una capacidad, un contenido y un contexto referido a la práctica social en la que el alumnado ha de participar.

No olvidemos que con ella el alumnado será evaluado en cuanto a su capacidad de adquisición de las competencias clave según se manifieste dicho dominio en los criterios de evaluación. Para construirlas, desde el marco legal se nos insta a tener en cuenta los siguientes pasos:

  1. Primero: realizar un análisis de cada una de las competencias clave para identificar las formas en que se podría manifestar el nivel competencial adquirido.
  2. Segundo: relacionar esas manifestaciones con los objetivos y criterios de evaluación definidos en cada una de las materias curriculares. Esta decisión deberá adoptarse en el marco del proyecto curricular de etapa.
  3. Tercero: establecer la relación entre competencias y criterios de evaluación, especificando distintos niveles de dominio propios de cada uno de los cursos o niveles. Esta gradación permitiría crear distintos tipos de matrices de valoración o rúbricas.
  4. Cuarto: seleccionar y utilizar adecuadamente aquellos instrumentos más válidos y fiables para la identificación de los aprendizajes adquiridos en la resolución de una determinada tarea.

Las rúbricas, por tanto, permiten determinar la adquisición de los aprendizajes mediante niveles de desempeño que tienen en cuenta el grado de dominio del conocimiento, de menor a mayor complejidad.

Recordando lo que se ha propuesto, lo ideal es elaborar la rúbrica entre todos los participantes. Ha de ser un proceso previo y servir de guía para que el alumnado mejore su dominio y despliegue (con ayuda del docente) las estrategias adecuadas para conseguir alcanzar los objetivos.

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